
BRUNO... ¿OBISPO?
A los cincuenta años Bruno tenía ante sí un magnífico porvenir. Se le proponía la primera sede episcopal de Francia, llamada, «diadema del reino». Bruno era la persona más indicada para este elevado cargo: su integridad, su ciencia, su lucidez ante situaciones delicadas, su coraje en los sufrimientos, su fidelidad a la Santa Sede, su profunda piedad, su exquisito sentido de la amistad, su desprendimiento de las riquezas y su caridad lo hacían el preferido de todos. Gregorio VII y Hugo de Die, su legado, habían podido comprobar su integridad en aquella época de simonía, y habían manifestado públicamente la estima que le profesaban.
¿Quién podría oponerse a esta elección tan anhelada de todos, tan deseada no sólo para el bien de la Iglesia de Reims, sino para el bien de toda la Iglesia de Francia?
¿Quién? Nadie, ciertamente.
Nadie, excepto Dios, que habla dejado oír en el corazón de Bruno la llamada a una vida más perfecta... No habría de ser en la Iglesia de Reims, ni en la Iglesia de Francia, sino más profundamente, en el corazón mismo de la Iglesia, donde Bruno daría el testimonio de un puro amor de Dios.
¿Quién podría oponerse a esta elección tan anhelada de todos, tan deseada no sólo para el bien de la Iglesia de Reims, sino para el bien de toda la Iglesia de Francia?
¿Quién? Nadie, ciertamente.
Nadie, excepto Dios, que habla dejado oír en el corazón de Bruno la llamada a una vida más perfecta... No habría de ser en la Iglesia de Reims, ni en la Iglesia de Francia, sino más profundamente, en el corazón mismo de la Iglesia, donde Bruno daría el testimonio de un puro amor de Dios.